Respeta la obra, respeta al autor

Respeta la obra, respeta al autor
RESPETA LA OBRA, RESPETA AL AUTOR

LA COSTUMBRE POR ANA PATRICIA MOYA RODRÍGUEZ

 
Me despierto cuando la luz, a través de la ventana, me da directamente en la cara; malhumorada, miro el reloj, es muy temprano, refunfuño por lo bajo – odio levantarme a estas horas, y más en vacaciones – y noto molestias en la espalda cuando me estiro. Lógico: he dormido encogida en el sillón de esta casa. Me incorporo, despacio, con cuidado de que alguna vértebra no se descoloque, me alboroto el pelo – definitivamente, de hoy no pasa, esta tarde a la peluquería a cortarme las greñas – me acaricio la nuca, en un intento frustrado de calmar este dolor que en horas sucesivas serán un incordio; retiro la manta al suelo, que no ha conseguido protegerme completamente del frío propio de Febrero. Carraspeo. Estornudo. Genial. Aparte de estar con la espina dorsal jodida, el resfriado me adornará con una cara de perros, una nariz irritada por culpa de los mocos, y quizás, una frente ardiendo. Me siento, despacio, y agarro de nuevo la manta y me cubro con ella. Sorbo fuerte por la nariz. Joder. El mal humor matutino tiene que desaparecer, porque me conozco, sé que soy bipolar, y de la mala leche puedo pasar en cuestión de segundos a la depresión profunda. Comienza un nuevo día y tengo que recargar las pilas: hay un montón de tareas que concluir. Necesito un café, tostadas con aceite… y una pastilla, o mejor, una tortilla de pastillas, ya siento como me cruje la cintura y la garganta me arde. Pero me da vergüenza rastrear en hogar desconocido: de hecho, en mi propia casa, pido permiso hasta para coger un vaso de agua, este aspecto de mi carácter le pone los nervios de punta a mis padres. No sé si esperar o levantarme, envuelta en mi gruesa capa protectora: la ropa está dentro de su cuarto – y el tabaco, otra cosa importante que ahora me vendría muy bien - y no puedo entrar, soy respetuosa con el sueño ajeno y no quiero despertarle. Mierda. A saber a que hora se levantará. Y yo no puedo perder el tiempo: el autobús pasa cada treinta minutos y no tengo dinero suficiente para un taxi. ¿Qué hacer? Me miro los brazos: la piel de gallina. Siento un ligero latigazo al final de mi espalda, me cubro la boca con la mano, vuelvo a toser. Decidido: aunque sea una falta de educación, rebusco en la cocina a ver si encuentro alguna caja de aspirinas, me serviré aunque sea un vaso de leche fresquita y luego, entraré a vestirme. Al levantarme torpemente, escucho sonidos al fondo del pasillo: menos mal, ya está en píe. Un alivio. Resuena mi nombre en las paredes del apartamento, pero yo no respondo, por la maldita ronquera; aparece por el salón, con mi camiseta puesta, sonriendo ante mi cómico aspecto de fantasma tembloroso; yo la miro, muy seria, y tocando suavemente mi cuello, le digo, con voz bajita, que tengo que marcharme, que si es tan amable de darme un Ibuprofeno o un Nolotil, lo que sea. Ella, en silencio, me observa, con esos ojos de un azul profundo; yo me pierdo en ellos, me quedo quieta en mi sitio, eso sí, un poco extrañada, esperando una reacción. Me pregunta que por qué no me he quedado a dormir con ella en su cama de matrimonio, más cómoda que ese pequeño sofá destartalado que me ha destrozado los huesos. Y yo le aclaro, suspirando, que después de tantos años de soledad, se me hace raro dormir con alguien a mi lado. 

1 comentario:

  1. Me ha gustado tu relato, especialmente el final con su poética y drástica sensación de necesidad de ternura.

    ResponderEliminar