En el supermercado venden niñas.
No más de cinco años, por favor.
Lo ha visto Santa Úrsula en un sueño
y otra vez
ha corrido a comprarlas.
Y a callar.
Las madres han vestido a sus hijas
con la consistencia del yogur.
La madre alza a su hija
a la altura del atún escabechado,
y consigue encajarla en un estante.
Los reponedores empujan y deslizan
una caja en un hueco
tras exhibirla a ritmo de paseo sobre un carro,
amontanada
como muertos civiles.
La megafonía reverbera:
Hay un único dios.
La legionela busca
en el sistema de aguas
un entorno de amebas.
Silba una trinidad
en los conductos congelados del aire
que se expande, son las piernas esbeltas de las ratas,
humanas y nupciales,
es el hábito blanco
y es lo mismo que sucedía tradicionalmente en el mercado:
los delantales verdes,
con restos genitales de la fruta
y el trato familiar.
Las abuelas relamen el principio del hilo.
Santa Úrsula se tumba boca arriba en los pasillos
y elige debajo de las faldas.
Las mamás aleccionan y contagian entusiasmo
y sus niñas se estiran
porque han visto rivales de tres años,
gatear a los bebés
detrás de los cilindros de galletas.
Las ventanas se encuentran a la altura
del lomo de los perros;
si una intenta escapar, ve
pies que chapotean
tras la cinta amarilla de los charcos.
Las cajeras murieron hace años.
Se arrancaron la vista con placer,
ahora sonríen: no hay
lencería infantil ensangrentada.
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Este poema de María es, sencillamente una pasada... A ver si tengo la suerte de poderlo recitar en algún acto conjunto.
ResponderEliminar¡Sí, por favor, recítalo en el recital de junio, oh Drácula! Me muero por oírlo con tu voz.
ResponderEliminarRecítalo en el recital... Estoy yo de un vocabulario florido... Le echaré la culpa a tantas horas de oficina.
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